Skylar - capítulo 1

Como cualquier niño de Qaunmomosha, nací en una casa humilde, con una familia algo numerosa y un pequeño campo de isinopuls que cultivar. Aquellos frutos no daban para mucho, pero como son planta de toda estación, son muy rentables. Gracias a ellos, ya a las increíbles habilidades de mi padre como agricultor, todos los días había comida en la mesa para seis hambrientas bocas: Brutus, Heila, Louis, mis padres, y yo.
Bueno, y podría decirse que aquello duró durante mis primeros ocho años de vida. Realmente no me acuerdo muy bien de esa época, pero no recuerdo nada malo de ella, así que podría decir que fue buena. Mi hermano mayor, Brutus, cuidaba de nosotros, los hermanos restantes, cuando aún éramos demasiado pequeños para trabajar en los campos. Mientras tanto, aprendíamos a ser felices.

Sí, creo que podría decir que aquella fue una de las etapas más importantes de mi vida. Mientras los niños ricos estudiaban en sus refinadas escuelas cosas que posiblemente no les servirían para nada, nosotros, los humildes, aprendíamos a ser felices. Y las caídas eran risas, los desastres, chistes, las equivocaciones, anécdotas que contar sobre la mesa para animar a nuestros padres tras un largo día de trabajo. La vida era un juego en el que nos vendábamos los ojos y corríamos a tientas.
Y por quitarnos la venda, queríamos crecer. Y por habérnosla quitado, deseábamos volver.


El final de aquella época llegó junto a La Gran Guerra. Nadie sabía exactamente qué pasó, o al menos, nadie de Qaunmomosha. Lo único que podíamos deducir era que los Drow habían resurgido de sus cavernas, con intención de recuperar la tierra que reclamaban como suya. Fueron tiempos difíciles para los hombres. Los que pensaban que las “Criaturas Fantásticas” como aquellas habían desaparecido, quisieron negar el hecho de que aquellos seres invadían las ciudades cobrándose todo resquicio de vida a su paso.
Y al final sucedió lo que pasa en las guerras. Quizás debería haberlos abrazado más, haberme despedido mejor o asegurarme de que no iba a olvidar sus rostros jamás, pero cuando Brutus y mi padre marcharon al frente, supe que ya era demasiado tarde para ello.
Algunos dicen que ganamos la guerra, pero, ¿perder miles, millones de vidas lo era? ¿Destrozar familias y poblados lo era? ¿Condenar a tantos niños felices a aquellos espantosos recuerdos, arrancarle de sus pequeñas manos lo único que tenían en sus vidas, lo era? ¿Corromper mentes inocentes era ganar la guerra?
Tal vez devolviésemos a esas criaturas del infierno al putrefacto agujero de donde salieron, pero todos sabíamos que desde entonces, la humanidad no había vuelto a ser la misma. Como sucede en todas las guerras.

Pasaron aproximadamente seis años antes de que los Drow se rindiesen, sin más remedio.
Qaunmomosha no fue de los poblados más afectados, pero tras el desastre, la crisis derrumbó todos los negocios, y la gran mayoría de habitantes jóvenes (los que habíamos tenido la suerte de no ser enviados a las tropas), decidimos trasladarnos a Luekhwepul, la capital.
Para entonces, Louis tenía diecisiete años, y Heila y yo, quince. Éramos tres críos que pasaban el día en el mercado moviendo cajas de un lado para otro, ganando lo suficiente para comer casi todos los días y durmiendo en los establos del vil mercader que se había dignado a darnos trabajo y refugio. Y aun así, teníamos suerte.
Suerte de estar vivos, suerte de comer casi todos los días, suerte de dormir en un establo con olor a estiércol y suerte de trabajar para un cretino. Porque muchos no tenían ni eso, y aquello era lo que nos mantenía felices.




Porque, aunque había días en los que el hambre mordía y el cansancio gritaba, nunca faltaba tiempo para jugar a las historias. A nuestro pequeño invento.
Era un juego sencillo, lo único que necesitabas eran un par de párpados para cerrar los ojos (cosa que tras La Gran Guerra no era tan raro no tener) y mucha imaginación.
Y mi voz se alzaba sobre el sonido de nuestras tripas:
—Aquél inmenso dragón temblaba bajo el poder de nuestros héroes. Sus espaldas relucían, iluminadas por la brillante luz de la Luna, sus cuerpos se erguían sin miedo, y sus ojos reflejaban el rostro de la justicia.
—<< ¡Atacad!>>— Louis continuaba mis palabras, dejándose llevar por la emoción. — Gritó el caballero Louis, alzando la punta de su espada para señalar a la gigantesca bestia, la cual dio un paso hacia atrás con inseguridad.
—<< ¡No! ¡Deteneos! ¿No veis que la estáis asustando?>>— Heila entraba en acción, con una sonrisa en los labios y el corazón bañado en bondad. Ella siempre tenía algo de compasión, hasta para la más peligrosa de las criaturas. Excepto para los Drow, claro, cosa en la que todos coincidíamos. Ellos jamás tenían un lugar en nuestros cuentos. — Exclamó la dulce Heila, poniendo un brazo frente al pecho de su bruto hermano.
—<< ¡Pero Heila, es un dragón! No tienen sentimientos>>— Y como de costumbre, los dos cabezotas empezaban a pelear de aquella forma tan irónica que ellos solo sabían hacer: mediante un cuento. — Reprochó Louis, bajando levemente la guardia para atender a la pesada de su hermana.
—<<Se supone que tenemos que luchar contra el dragón, no entre nosotros. >> Y dicho esto, el caballero Skylar miró a la bestia a los ojos, enzarzándose así en una disputa silenciosa, comunicándose entre sus mentes y tratando de derrumbar mutuamente sus corduras. Él lo sabía bien, no había forma de penetrar la gruesa piel del dragón, ni con sus afiladas espadas, por lo tanto, aquella era la única forma de atacarlo. Y por eso la bestia le temía, porque conocían su punto débil, porque por mucho que lo llevase a su terreno, el caballero podría derrotarlo si bajaba un poco más la guardia…
—Y entonces, el dragón decidió atacar con las otras muchas armas que le quedaban. Un bramido de fuego salió en dirección contra el alelado Louis, dispuesto a hacerlo desaparecer, pero Heila decidió que, a pesar de todo, su hermano merecía una muerte más digna que aquella, así que empujó su pesado cuerpo haciéndolo caer al suelo, alejándolo del fuego abrasador.

 Casi se podía tocar el tono burlón de las palabras de Heila, que aunque imaginariamente había salvado a su hermano (de un peligro que ella misma había impuesto), no dudaba en colar algún que otro insulto descarado hacia su persona.

—Louis se levantó del a dura piedra con un quejido silencioso, sabiendo que no había demasiado tiempo para reproches: el dragón estaba preparando su próximo ataque, ya que Skylar les estaba dando tiempo, no era suficiente. Miró a su hermano: sus ojos ámbar seguían clavados en los orbes de fuego de aquella bestia inmunda, como si ambos hubiesen viajado a otro mundo, completamente ajeno al nuestro. Y sin embargo, el dragón se movía, y demasiado. Un salto fue suficiente para esquivar la fuerza de su cola, mientras contemplaba como una de sus garras amenazaba con triturar a su hermana de un solo zarpazo.
—Heila alzó su espada, escuchando el sonido metálico del arma chocando contra las afiladas uñas del dragón, de cuya boca salió un gruñido descontento. Había desviado su zarpa, pero sabía que aquello solo lo haría enfadar más…

Y a veces, las historias eran tan apasionantes que hasta las estrellas bajaban a escucharlas, los insectos se sentaban a nuestro alrededor junto a ellas y la Luna nos servía de hoguera para alargar la noche todo lo posible, hasta que el sueño no nos permitía hablar.
Quizás fuéramos niños, pero en momentos como esos, podíamos ser lo que quisiéramos, desde poderosos magos a valientes guerreros. Desde temibles nigromantes hasta pequeños duendes de los bosques.
Nada era imposible en aquél sueño, donde nadie se atrevía a vencernos… excepto el paso de los años.
Cuando Heila cumplió los veinte años, la mayoría de sus pecas habías desaparecido, llevándose a su dulce inocencia con ella. Por suerte, las más permanecían, resaltando en aquella pálida piel que mi madre tanto halagaba, a pesar de ser igual que la suya. Al contrario que mis cabellos, negros como el azabache, con rizos salvajes como ellos solos, sin duda heredados de mi padre, al igual que mi nariz rojiza, la cual me hace similar a un gnomo o un niño pequeño resfriado. Puede que yo fuese el único de mis hermanos (vivos) en el que lo único que había cambiado era la altura, ya que al parecer la pubertad se había olvidado de mí.
Louis, con su melena chocolate y mandíbula de leñador, arrancaba suspiros a su paso (si no teníamos en cuenta su estatus social), y Heila, qué decir, cuanto más mujer se hacía, más hermosa se veía.
Más relucían los verdes ojos de papá, más brillaban sus oscuros cabellos, más miradas atraía su dotada figura.
Definitivamente, los dioses decidieron que yo sería para siempre un niño alto.

Habían pasado ya doce años desde el comienzo de La Gran Guerra, diez tras la muerte de mi padre y mi hermano, y nuestra llegada a Luekhwepul cumplía cinco.
Y aquellos niños que contaban historias a las estrellas sobre la mullida paja, con el relinchar de los caballos de fondo y sus tripas imitando dragones, ahora eran dueños de un humilde negocio de textiles con el que se ganaban el pan (esta vez sí, todos los días)
Y en vez de un establo, tenían una posada, y donde el extenso cielo, un techo.
Ya no eran tres los que contaban sus cuentos, si no uno, ya no eran las estrellas quienes se juntaban a su alrededor para escucharlo, si no docenas de niños, de todos los estatus, razas y ciudades.
Aquél niño en cuya boca perduraban los relatos, era yo.
Todos tenían derecho a disfrutar de una de mis interminables historias, pero a pesar de ello, eran los más desfavorecidos los que tenían suerte de ser los protagonistas de mis cuentos y aventuras.
Cada tarde, cuando el cielo se tornaba a naranja y los lunpuls nos acompañaban con su dulce cantar, este humilde mercader se sentaba en el borde de la fuente gris, en mitad de la plaza, y esperaba a que unos cuantos niños (los que ya conocían la tradición) se arremolinasen a mi alrededor.
Y lo que era una plaza tranquila, se transformaba en un campo de batalla lleno de bestias, guerreros, bellas damas, hechiceros, ninfas, sirenas, hadas…
Nadie sabía cómo había comenzado aquella costumbre, ni cuando, pero cada día más niños (y no tan niños) se unían a aquél pequeño viaje sin moverse de sus asientos.
Y toda la ciudad de Luekhwepul acabó conociendo mi nombre (o parte de él), y muchos se ofrecían a recopilar mis cuentos paga sacarles “más provecho”, pero me negaba rotundamente.
¿De qué serviría? El papel no se las merecía, mis historias estaban hechas para una vez, una tarde, unos niños y un tiempo. Las ponía al alcance de los niños, de todos, de los analfabetos, de los pobres, de los que no tenían tiempo para escucharlas y de los que les sobraba.
Si al final, yo solo era un humilde mercader con demasiada imaginación y muchas ansias por compartirla. Un mercader que había dejado de querer ser ese héroe al que todos adoran, ese guerrero de reluciente armadura, para poder crearlo con sus propias palabras en la mente del resto.
Un joven mercader de escasos veinte años que echaba de menos a sus padres, que deseaba volver a jugar al juego de las historias con sus hermanos y que soñaba con reaprender a ser feliz…

 Paula Bravo 3º ESO 



Muchas gracias por ser una de las personas que se ha atrevido a leer el capítulo entero, espero que le haya gustado.
Si desea conocer más sobre la historia de Skylar, estate atent@ al próximo capítulo, que con suerte, será subido esta semana o la siguiente.
Mi objetivo sería terminar la historia aquí con ustedes, o incluso llegar a algo más, pero por ahora solo soy otra soñadora en el mundo de Internet, y si me ayudase a cumplir mi propósito, podríamos demostrar que la escritura no solo es para mayores.

Muchas gracias, y nos vemos en el siguiente capítulo.

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