Relato - Langdon
Las olas rompían con fuerza contra la
proa, mientras que detrás de la popa se formaban ondas, un rastro efímero del
barco. El ambiente era húmedo, aunque no demasiado caluroso. El aroma del mar
era percibido por todos los marineros. La mayoría de ellos estaban limpiando la
cubierta, sumando a las olas el sonido de los cepillos rascando la madera y los
zapatos chocando contra esta a cada paso.
Debían encontrar un barco que naufragó,
dejando en una isla desierta suficientes riquezas como para eliminar el hambre
en Inglaterra, pero la finalidad de ese dinero sería mejorar las embarcaciones,
contratar más soldados y construirle una casa en la montaña al gobernador.
El capitán Langdon era el encargado de
cumplir aquella misión. Viajaba con Charles (un amigo al que el propio capitán
pudo elegir para ser su segundo de abordo) y el resto de la tripulación, que había
sido seleccionada por un noble. El gobernador había escogido a Langdon porque había
demostrado ser un buen navegante y confiaba mucho en él. Tanto, que únicamente
cinco personas conocían el paradero del tesoro: El gobernador, un noble, dos
marineros que lograron llegar a tierra en un bote del barco naufragado y el
capitán. Tenía órdenes de no contárselo a nadie. Y durante unas semanas así
fue. Los bucaneros le preguntaban: “Capitán ¿a dónde nos dirigimos?”. Él les
miraba, les sonreía y decía “Al lugar en el que está el oro”. Los marineros le
miraban con desdén y él seguía con sus quehaceres. Pero un día, Langdon arrastró a Charles hasta
su camarote y le dijo: “Charles, he estado dándole vueltas a algo” Su amigo le
miraba expectante. Landong dudó un instante acerca de si era buena contárselo,
pero siguió: “Voy a contarte dónde está el barco.” El segundo de abordo le
interrumpió: “Lo cierto, es que tanto misterio me intriga mucho, pero no puedo
dejar que incumplas esa orden. Valoro mucho el hecho de que hayas pensado en
contármelo, porque eso significa que me aprecias y valoras. Pero no puedo
permitírtelo.” Charles se levantó apoyando su mano en la rodilla de Langdon, y
acto seguido se marchó.
No pasaron más de tres días hasta que un
marinero que estaba en la proa con un telescopio gritó: “¡Tierra a la vista!”.
Todos se acercaron a él con una gran sonrisa en la cara. Langdon, también lo
hizo, aunque más calmadamente. Cuando llegó a donde estaban todos dijo:
“Caballeros, he ahí la isla en la que está el oro” En cuanto dijo eso, Charles,
que estaba a su lado, cogió una pistola y se la puso en la sien. El resto de la
tripulación también sacó sus armas y le apuntaron con ellas. Lo único que pudo
hacer Langdon fue balbucear. Su amigo, en cambio, sí habló: “Oh, mi querido
camarada, nos has sido muy útil. Gracias a ti podremos vivir sin preocupaciones
hasta el último de nuestros días” Al capitán le hervía la sangre. Estaba dolido
por la traición de su amigo, pero también enfadado por no haber podido darse
cuenta. Antepuso la ira ante el dolor y preguntó mientras apretaba los puños:
“Si querías saber dónde estaba ¿por qué no dejaste que te lo contara?” A lo que
Charles respondió sin perder la sonrisa en ningún momento: “Eres un hombre
astuto e imprevisible. Podrías haberme mentido para poner a prueba mi lealtad o
codicia. Pero eso es agua pasada. Adiós, viejo amigo”. Lo último que hizo Langdon
fue maldecir entre dientes y escuchar un disparo.
María Calle 3º ESO B
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